miércoles, 13 de octubre de 2010

domingo, 29 de agosto de 2010

FAST LOVE- FAST PAIN: o de cómo el pensamiento matrimonial rodea al ser exangüe



Más de doce horas de viaje atravesando el costado sur occidental de Colombia para retornar a mi querida Bogotá, más de doce horas de paisajes entrando y saliendo de mi campo visual, más de doce horas escuchando de forma persistente letras de canciones de amores perdidos, recuperados y vueltos a perder, con su respectiva dosis de “jamás te olvidaré”, “cómo pudiste ser tan cruel” “lloraré hasta que me muera” “eres la razón de mi existencia” “a mi me gusta, me gusta, me gusta” y demás formas del relamido fast love- fast pain: “te quiero para que me quieras, te quiero, te dejo, me dejas, me tomo mi cerveza”; todo esto en cuanta melodía y estilo sea posible imaginar en un viaje de carretera donde quienes tenían el poder de la música eran el conductor, y más de treinta desconocidos post adolescentes marca Ipod, Facebook, rumba reggaeteón y balada pop. A la decimocuarta repetición de estridente sentimentalismo, se podrán imaginar a la que aquí escribe en pleno delirio de corazones y tusas voladoras estrellándose contra el vidrio, vírgenes marías constreñidas, cupiditos coloridos y bolsitas blancas para vomitar a gusto (además de unas ganas irresistibles de arrojarse por la ventana y agarrarse al primer guadual que, piadoso, apareciera).

Pero sobreviví, mis queridos lectores, sobreviví para contar lo que esta sobredosis de discurso amoroso hiper realista hasta la náusea, desató en mi. Antes debo señalar que no todo terminó allí. 7: oo de la noche, entro al frío de la ciudad, logro tomar un taxi a casa con la mala suerte de dar con el taxista conversador, de esos que aparecen justo cuando el único sonido que queremos escuchar es el ruidito sordo del motor, y cuando a lo único a lo que nos aferramos es al taxímetro y a la promesa de llegar, lo más pronto posible, a nuestro destino (debo aclarar que he tenido interesantes y divertidas conversaciones con taxistas, pero este no era, definitivamente, el ánimo del momento). Tras haber agotado inútilmente diversas opciones de conversación del tipo “el tráfico en Bogotá”, “las elecciones presidenciales” o “el clima”, y quedar atascado en un silencio, para él, incómodo, el sujeto en cuestión arrojó su sentencia:

- Yo creo que el amor que se necesita le llega a uno cuando tiene que llegarle, sólo hay que pedirle a Dios- Ajá- Miré, le voy a contar algo, un día se montaron tres muchachos como de su edad, y contaban lo difícil que era para ellos -Mirada furtiva por el retrovisor- encontrar a su pareja. Y yo, pues, sin querer parecer entrometido, les conté mi historia- Ajá- Yo tuve una mala mujer, de esas sin principios- Mmmm- y pues la dejé. Me dejó. Y estuve pidiéndole a Dios una mujer con ciertas características, una mujer así y asá –en este instante pasó por mi mente la imagen furtiva de uno de esos catálogos plastificados de almacenes de cadena que llegan con el correo- y sin darme cuenta esa mujer vivía justo frente a mi casa, ahora estamos casados y somos muy felices. Dios me hizo el milagrito- En este punto de su monólogo nos encontrábamos a pocas cuadras de mi casa. Entré en pánico: al parecer la historia apenas comenzaba; el señor insistía en detallar las milagrosas coincidencias que existían entre su listado de peticiones divinas y la persona con la que compartía actualmente su lecho de muerte, perdón, de amor. Pensé “Ya soporté horas de horrorosa música, ahora, ¡que se haga justicia divina conmigo, si tal existe, y si no, la ejerzo yo!” y corté su monólogo abruptamente, pagué, me bajé, respiré y orgullosa me dije-yo me hice el milagrito-.

Esa noche tuve un sueño que ahora quiero, conociendo la paciencia que me tienen cuando me da por extenderme en mis historias, narrar detalladamente (con algunas añadiduras de mi imaginación, por supuesto). La escena es la siguiente: una mujer vestida de blanco con su ramo de rosas y un hombre a su lado vestido con traje negro; están parados sobre un gigantesco ponqué de pastillaje. Percibo vagas formas que los rodean, entre ellas una cruz y caras deformes o, más que caras, manchas con gana de contento, pero como si el cuerpo o el gesto hubiera llegado tarde a la emoción forzada. Vientos diagonales y transversales traen, con lentitud de película vieja, sábanas blancas que, al mejor estilo de “Los amantes” de Magritte, les cubren los rostros a los novios. Tras las sábanas los dos personajes emiten la sentencia: “te amaré hasta que me muera”. Se acercan y quedan suspendidos en la postura del beso final. En ese instante entra en escena Sailor Moon, la legendaria heroína japonesa con sus grandes tetas.

-Alto ahí, por el poder del prisma lunar ordeno que se detengan- Silencio. La pareja permanece monolítica, exangüe. El público es ahora un amasijo de formas, también estático. Sailor Moon se dirige a la novia- Señorita blanca, ¿tiene usted problemas para alcanzar su orgasmo?- Silencio. De su cinturón sale proyectado el holograma de un documento. Lee - En pro de la misión denominada “detener el curso del evento siempre repetido: mucho ruido pocas veces” que ha reprimido el deseo de tantas mujeres, me veo en la penosa obligación de- Grita espantada. El ponqué matrimonial sobre el que estaban parados ella y los dos personajes estáticos, empieza a succionarlos- ¡¡¡ Toxido max!!!. ¡¡¡Tochido max!!!- El guapísimo hombre de traje, flor en la solapa y capa negra entra a escena. Huele a “efecto Axe” y shampú “Ego”. I-RRE-SIS-TI-BLE.

Sin decir palabra arroja su rosa salvadora que quiebra el pastillaje blanco, liberando a su amada y destruyendo la escena matrimonial de la que quedan tan sólo escombros. Los novios yacen en el suelo en medio de una llamarada, como figuritas de un juego de mesa. En medio del desolador panorama, suenan las campanas. De los ojotes de la heroína caen dos gruesísimas lágrimas- Toxido max ¡me has salvado! ¡qué haría yo sin ti!- Se intensifica el efecto Axe, el shampú Ego surte su efecto- Siempre estaré aquí para ti, amada, minusválida, inútil mía”. Tras emitir la última palabra, el héroe se hace piedra en un gesto sumamente romántico, que rápidamente es cubierto por una sábana blanca- ¡Toxido max, amor mío!- se arroja sobre él. Queda petrificada. La escena inicial vuelve a edificarse. Y ahora ¿quién podrá salvarlos? Suenan pajaritos y, a lo lejos, la melodiosa voz de la sirenita ¿Podrá ella detener el curso de esta fatídica escena? Algo me despierta.

¡Cómo duele recordar a Sailor Moon o a la tontísima Sirenita! De niña albergaba mis esperanzas en esas figuras. La Moon se presentaba ante mi como el más exótico y prismático modelo de una chica de colegio con el poder de hacer realidad pequeñas revoluciones y cambios contra las fuerzas del mal. Pero ¡que desolador cada vez que llegaba su salvador! Cuando la cosa se ponía difícil, sólo le bastaba pegar un grito y este antipático individuo aparecía. Esto generó terribles contradicciones en mi espíritu infantil: llegué a pensar que el verdadero poder de una “super chica” consistía en ser capaz de pegar chillidos de auxilio cada vez que decidía sentirse inútil para enfrentar peligros.

¡Y qué decir de la Sirenita! Salí verdaderamente deprimida del cine. Era magnífica su vida acuática, la libertad del mar, su canto, sus amigos. Pero llegó el insulso príncipe con su vida resuelta a cuestas y la chica decidió, no sólo quedarse muda, sino además, sacrificar su vida bajo el agua para someterse a la tortura de cargar con un par de piernas y unos suegros insufribles. Por supuesto, la película acaba con la escena matrimonial correspondiente. Creo que el único que salió con la dignidad medianamente bien parada de esa película, fue, a mi modo de ver, el divertido y alegre cangrejo “Sebástian”.

Aunque ya no nos obsesiona casarnos seguimos siendo matrimoniales, más que nunca, matrimoniales hasta la náusea, incluso en los, no lo discuto, maravillosos fast- dust, rápidos polvos, afortunado legado de nuestros idealistas antepasados de aquel dichoso mayo del 68. Y más allá del equivocadísimo lugar común de que esto es ante todo una obsesión femenina (el sueño dorado de la chica es su vestido blanco y su respectiva luna de miel), estoy convencida de que es una forma de pensamiento que atraviesa a cuanto humano haya visto o escuchado desde pequeño la misma retahíla del amor y el desamor, la misma secuencia rápida de películas románticas donde el final abismal es el sonido de la campana.

Pero, ¿a qué me refiero con “matrimonial”? No estoy del todo segura, pero intentaré algunos acercamientos: “matrimonial” asumir “el amor” o las relaciones de “pareja” (sea cual sea el acuerdo) como un contrato de posesión, “matrimonial” mantener soterrado en nuestro imaginario, aun en los momentos en los que nos sentimos más libertarios, nuestra respectivo listado de exigencias y modelos amorosos que tiene una triste semejanza con un listado de compras o compromisos burocráticos del tipo “1.Comprar la leche 2. Pagar la Eps 3. Pedirle a chuchito un amor a mi medida 4. Comprar medias amarillas”; “matrimonial”, en últimas, dejar que eso que llamamos “amor” envejezca y se lo traguen las malas películas, la música fácil, las instituciones y la tierra, además de dejar de crear, de construir, para entregarnos a repetir, repetir y repetir. En esto hay una paradoja. No hay posibilidad de originalidad en el amor, esto lo supo decir mejor que nadie Quino en esa caricatura en la que aparece una secuencia de sombras idénticas de parejas abrazadas; de una de ellas sale un globito que dice “¿Cómo hacerle saber al mundo que lo nuestro es excepcionalmente único?”. Conmovedor, gracioso, conmovedor, casi me dan ganas de dejar de escribir…

Vuelvo ahora al dúo dinámico “débil necesitada”- “salvador indispensable”. Hay aquí una médula, un meollo del asunto (como dicen las abuelas) que quiero examinar sin saber muy bien lo que puede llegar a significar. El dueto sujeto- cosa es quizá lo más lamentable que le puede pasar a una relación humana, pero sucede, y muy a menudo. Hacer del otro un objeto, pararme sobre él para consolidarme como sujeto, usarlo para suplir mis carencias sin siquiera reparar en su humanidad; o hacer de mi mismo un objeto y del otro también para aferrar y manipular, hasta que ambos se convierten en “cosas” que a coro sienten la nostalgia de en algún lugar haber sido. Cosificarme o cosificar, en última instancia, como una forma de negarme a dejar ir, de retener y obstruir. No podemos negar la carga erótica que existe en el desamparo: la mujer llora, usa su dolor, su aparente flaqueza o inferioridad para despertar el deseo masculino, la fantasía penetrativa. El hombre responde a su llamado pues se ajusta perfectamente a su discurso interior de poder, de miembro enaltecido, único dueño del objeto de su deseo. De un lado y del otro hablan los egos y el miedo, sobre todo el miedo.

Amor: conmovedora miseria de dos seres buscándose, mutua debilidad, desamparo. Aquí entra el movimiento, la fascinación: fuerzas de poder, seducción, búsqueda, cambios de rol, juego, estancamiento. Las sábanas blancas cubriendo los rostros pueden ser algo así como las representaciones que tenemos del otro: los amantes nunca se ven, nunca se tocan, están perdidos en los imaginarios que tiene de aquel a quien pretenden amar, en todos los discursos y el ruido que obstruye el camino al otro y a sí mismo. A veces, por momentos, algo extraordinario acontece: pequeños destellos, instantes donde los amantes se fugan de su irremediable muerte, instantes en los que logran inventarse ese encuentro como “punto de trigo”, ese lugar donde quedan suspendidos. Silencio, llega el silencio donde otra forma del amor ocurre. Es el orgasmo amoroso, muy parecido al femenino, caprichoso y esquivo.

“Mucho ruido pocas veces”… el orgasmo femenino, tabú por excelencia del erotismo, tiene algo que ver con el cuidado, lo sospecho, el cuidado en el encuentro. Pienso en el simple hecho de que hoy en día, en pleno siglo XXI hombres y mujeres se nieguen a tener la precaución de hacer uso de preservativo; y no quiero entrar en discursos moralistas, se trata tan solo de la conciencia del cuerpo del otro y de mi propio cuerpo. Que si me reproduzco, que si no me reproduzco, que si me dejo llevar, que si no me dejo llevar… más allá de esta maquinaria biológica seudo instintiva, hablo de que nos importe lo que ocurre o puede ocurrir con el cuerpo que el otro es, con el cuerpo que soy, no tan sólo como medios para satisfacer mutuos deseos, sino como espacios donde el otro y yo misma “me vivo”, “nos vivimos”.

“Mañana te tomas la pastilla del otro día”, “sólo por esta vez”, “no pues tan feminista”, etc, etc, es ruido plano y chato del erotismo muerto donde la posibilidad de encuentro desaparece. Papiloma humano, cáncer de útero, cadenas de la muerte: la conciencia masculina parece sorda a estas funerarias músicas. Y el orgasmo muere allí mismo, el orgasmo del espacio y del clítoris que, cuando abunda la ligereza, cuando no hay la paciencia para escuchar, esperar y saber de la continuidad del cuerpo del otro aun en el momento en el que me retiro, se convierte más en ruido que en auténticas nueces. Puede ser un fast- dust, pero no deja de ser una forma de encuentro, una forma impersonal del amor, esa que es posible que tenga el mismo nombre de una estrella, de un sedimento rocoso o de una marca de condón, esa fuerza amorosa más poderosa que cualquier otra porque hace que me importe tanto cuidar de mi placer como cuidar del placer del otro, sabiendo de la continuidad de su vida más allá de la mía, y de la mía más allá de la suya.

Ética del erotismo es trasgredir la frontera de la revolución sexual.

He ido demasiado lejos, tal vez todos estos asuntos puedan esclarecerse en un próximo escrito. Quiero decantar y recoger pedazos de lo que hasta ahora he puesto en movimiento, sabiendo que son más las preguntas que las respuestas lo que puede quedar de este largo intento por decir algo sobre el amor. Hiper realismo, sentimentalismo, orgasmo femenino. Fast love- Fast pain. Adan y Eva nunca se encuentran. Sailor Moon y Toxidomax,la revolución sentimental. El amor es la búsqueda. Sirena sin cola, sirena muda, actitud Sebástian: la fuga. ¿Cómo explicar que transformar el discurso y la forma de pensamiento matrimonial es algo así como poder asumir sin amargura y más bien con júbilo,con alegria impersonal, “todo tiene su final”? ¿Estoy siendo vanal?

Me estoy enamorando de lo que escribo, y en lo que escribo aparecen dos amantes, cada uno de ellos se sostiene por si mismo. Y necesitan ser salvados, y gritan a la arena sus carencias. Pero se saben solos. Hermosamente solos, llenos de planetas. Y aparece esa escena de esa película que amo “Before sunshine”: la chica le dice al chico en el callejón de alguna ciudad europea: “dios no está en ti, ni está en mi, está en el espacio que hay entre los dos” Y me digo a mi misma: “¡romántica irremediable! tendrás que buscar nuevas formas de hacer que dios exista antes que el pastillaje blanco te trague y te desaparezca de la faz de la tierra".(Gesto dramático. Cae sobre mi cara una sábana blanca. Se cierra el telón).

(IMAGEN TOMADA DE INTERNET. BASADA EN LA OBRA "LOS AMANTES" DE MAGRITTE)

miércoles, 28 de julio de 2010

lunes, 14 de junio de 2010

Hay que reírse del enemigo: Sócrates, justicia y bambucos.


He aquí, mis querido lectores, que hoy me habla Sócrates; o más que Sócrates me habla el diálogo que entabla en La república con diferentes personajes alrededor de una pregunta que no puede dejar de hacer mella en mi humanidad: ¿cómo es posible demostrar, o más que demostrar, hacer vívido, que el justo vive mejor y es más feliz que el injusto, cuando en nuestra realidad (o, por lo menos, en una de sus versiones) la injustica parece ser el camino más fuerte, libre y dominante? Fácil aparentar “bondad”, obtener beneficios de ello y por debajo de cuerda andar en las peores bajezas que, al parecer, abren todas las puertas. Difícil ser “bueno”, el bobo de la fiesta, el que da papaya, el que no sabe jugársela. La rectitud: camino lleno de eternos padecimientos, lejos de las anheladas roscas y beneficios ilimitados; lejos de la realidad Master Card, condecoraciones y monumentos, deliciosas franquicias del ego, pero eso sí, más cerca del los horrores del mundo, de sus torturas y encierros: (…) el justo será flagelado, torturado, encarcelado, le quemarán los ojos, y tras haber padecido toda clase de males, será al fin empalado y aprenderá de este modo que no hay que querer ser justo sino parecerlo (La República,V-362).

No he terminado de leer el texto; hasta el momento Adimanto, Glaucón y Sócrates discurren sobre cómo encontrar una argumentación convincente que permita poner en primer lugar, dentro del transcurrir mundano de los seres humanos, a la virtud; tarea nada sencilla cuando parecen tan contundentes los argumentos que defienden lo contrario, y que de manera muy resumida y “sui generis” acabo de exponer. Lo último que leí fue la siguiente apreciación de Adimanto, a mi parecer hermosa y llena de enigmas: la injusticia es el mayor de los males que puede albergar en su interior el alma y la justicia el mayor bien (IX-367). Ahora necesito buscar, si me lo permiten y tienen la paciencia suficiente para acompañarme, caminos transversales; quiero darle otro tipo de continuidad a lo que leí y seguir con ustedes este diálogo socrático a partir de lo que me ocurrió el martes 8 de Junio a las 11:15 de la mañana, hace exactamente seis días.

Me encontraba en una celebración en el segundo piso de una casa vieja. Tomaba vino en busca de una embriaguez dulce y sin nefastas consecuencias, ese tipo de embriaguez que todo lo suaviza y le da una extraña ligereza a las formas. Hablaba de cualquier cosa cuando vi entrar a un hombre que inmediatamente me pareció conocido; sabía que era un hombre público, un personaje “Jet Set” de esos de corbata y calva reverenda. Cuando lo perdí de vista una de las personas que me acompañaba comentó: “¿Y ese tipo qué hace aquí? ¿Dónde dejó los grilletes?”. Pregunté que quién era. “Es Santofimio”. Risa nerviosa. Comenté con la misma ligereza con la que este personaje entró en escena: “Seguro le dieron permiso hoy en la cárcel”. Este es el evento epidérmico, ahora en estas líneas, evoco e invoco el evento visceral, lo que ocurrió detrás de mi máscara social: derrumbe, catástrofe de adentro: estoy tomando vino en el mismo lugar en el que se encuentra el cómplice del asesinato de Luis Carlos Galán. Tremenda ironía…

Cuando tenía cinco años veía partir a mi madre todas las mañanas a trabajar para la campaña de Luis Carlos Galán Sarmiento. Eran muy amigos, amigos entrañables. Puedo evocar a mi madre hermosa y plena, apasionada por las ideas y las acciones de este hombre. Siempre quise conocerlo y cada vez que le decía a mi madre “¿Cuándo va a venir a almorzar?” Me decía “Pronto, muy pronto; prometió que vendría cuando termine la campaña”. Yo no entendía qué era una campaña ni por qué era tan difícil que viniera, aunque fuera sólo un ratico. Para mi Galán siempre fue ese personaje que nunca llegó a almorzar conmigo a mi casa…

Retazos de recuerdos que hasta el momento nunca había expuesto de manera pública; ahora lo hago y tiemblo. Luis Carlos fue un día a la casa de mis abuelos en Ibagué; una casa grande, bonita, de amplio patio interior con enormes árboles donde mi hermana y yo jugábamos y nos comíamos las paletas de molde que hacíamos con mi abuela, de esas en forma de tubo, cremosas. Galán tenía que ir a dar un discurso o algo así, y para no someterse al engorroso proceso de quedarse en un hotel, mi madre le ofreció la casa de sus suegros (con previo consentimiento de ellos, por supuesto). Me cuenta la madre mía que nunca olvidaría “la cara de Julio y Odilia cuando muy desprevenidos abrieron la puerta y de repente vieron cómo entraba a su casa una multitud de hombres armados, mientras sobrevolaban helicópteros sobre su espléndido patio. Estupefactos, de una sola pieza” Fue sólo una noche; me gusta imaginar la cálida velada que transcurrió en ese momento entre mi familia y Luis Carlos; mi abuela amorosa, como siempre, atendiéndolo con todo el cuidado y la dedicación, y haciéndolo reír con algo de su humor negro y su vitalidad desbordante; mi madre con su frescura y desparpajo debió evocar el episodio de su llegada. Seguro todos rieron, incluso mi abuelo, tan serio y silencioso. Al final debieron hablar, en voz baja, casi susurrando, sobre la campaña, sobre el futuro de Colombia, sobre el sueño del Nuevo Liberalismo, mientras a su alrededor resonaba el silencio de la enorme casa, como un interrogante, como una señal nefasta.

Todo esto vino a mi de golpe. Salí corriendo a llamar a mi madre, a contarle; ella sólo atinaba a decirme “Juliana prudencia, Juliana mantén la calma”. Y eso hice. Al subir las escaleras Santofimio pasó junto a mi, lo tuve a pocos centímetros de distancia. No lo golpeé, no le grité. Me porté como una “niña buena”. Por una fracción de segundo me miró. Luego lo vi alejarse y tuve el impulso de salir corriendo y preguntarle “Por qué?” Sólo eso “¿Por qué?” No lo hice, me quedé helada, en la escalera. ¿Odio? No pude sentirlo; era sólo un ser humano devastado por los años y por el exceso de comida y de trámites burocráticos y clientelistas; un individuo de cara regordeta que no ha mirado más allá de su ambiciosa nariz. Figura del tiempo, sombra. ¿Rabia? Profunda, intensa, tanto así que cuando salí de allí me fui directamente a la casa de mi gran amigo Samuel, en busca de su voz, ese espacio de calidez capaz de sacarme del frío, del dolor de sentirme tan pequeña, tan poca cosa frente a la nada de lo que pasa. Largo encuentro socrático: hablamos de “buenos” y “malos”, de Crimen y Castigo, de Pinky y Cerebro, de lo importante que era atreverme a escribir esto. ¿Por qué uno no asesina? ¿por qué el ánimo de venganza no nos llena el corazón”. “Puedes escribir, vivir, humanizar, porque se trata de eso, de nunca deshumanizar al otro, sea quien sea. Ahí: nuestra fuerza”. Creo que para mi Samuel es lo que era Galán para mi madre, esos amigos que son para toda la vida, esas personas que amas y admiras. Y viene a mi ahora algo de la discusión de Sócrates: ¿qué gana el justo siendo justo? Creo que ser justo o creer en la justicia es parecido a amar; uno no espera nada, uno ama porque sí, porque se le da la gana.

(Silencio)

Por azares de la vida mi mamá no pudo acompañar a Galán a Soacha en su primer y último discurso en plaza pública (azares que hoy considero afortunados). Cuando se enteró por la radio y empezaron a llamarla salió enloquecida con mi padre y mi tía en el Mazda negro. Llegaron al hospital de Kennedy; los guardias no querían dejarla entrar; que estaba rotundamente prohibido, que blablabla; entonces, las inolvidables palabras de mi madre: “me deja pasar o paso el carro encima”. Aceleró. Se asustaron, porque efectivamente estaba dispuesta a entrar como fuera; así es ella, sé que lo hubiera hecho. Después de muchos años supe lo que allí ocurrió: “Corredores blancos, largos corredores blancos, abro puertas, cierro puertas, cuartos vacíos. De pronto, sábana blanca, cuerpo cubierto, sábana blanca, cuerpo cubierto y sus pies, los pies fríos, vacíos. Corredores blancos, largos corredores blancos, abro puertas, cierro puertas…. Cuerpo vacío…”. (…) el justo será flagelado, torturado, encarcelado, le quemarán los ojos, y tras haber padecido toda clase de males, será al fin empalado y aprenderá de este modo que no hay que querer ser justo sino parecerlo (La República,V-362).

(Silencio)

Mi madre se retiró desde entonces de la Política. Llamar devastadora la muerte de Luis Carlos Galán en la historia de mi familia y en la historia de mi vida no es suficiente, no basta. La palabra se queda corta, se derrama. Frente al cuerpo frío, frente al cuerpo ausente y la fallida justicia terrena, nuestra desesperada y grandilocuente respuesta: las conmemoraciones, los monumentos o el nombre de un aeropuerto. Frente al posible culpable o asesino: el silencio ¿o la risa? No puedo asegurar que este señor Santofimio sea culpable o no y no me importa, me importan más los dedos machucados del mesero. Sí, después de la partida del desagradable personaje, me quedé un rato más a tomarme otro par de copas y me fijé en los dedos del hombre que nos estaba sirviendo el licor: los tenía morados. Hablamos un rato, me contó lo que le había pasado. Debo decir que en ese fugaz encuentro albergué toda mi esperanza, porque aquel ínfimo detalle de un accidente cotidiano me pareció más real, más tangible y humano que la enorme escena de la farsa que se había desplegado ante mi hacía unos minutos.

Estuve indagando por internet lo que había ocurrido con el proceso del enemigo (entendiéndolo como “no amigo”): en el 2008 fue acusado de ser “coautor del delito de homicidio con fines terroristas por el asesinato de Luis Carlos Galán, jefe del nuevo liberalismo, quien fue asesinado el 18 de agosto de 1989 en Soacha durante un evento público de su campaña por la presidencia de la república” y condenado a veinticuatro años de cárcel(Revista Semana, Octubre 22 de 2008). Luego, súbita y misteriosamente, las noticias cambian. A finales del mismo año fue absuelto porque las pruebas no eran “lo suficientemente convincentes”. El caso volvió a abrirse el año pasado pues se acudió al recurso de apelación de la absolución del acusado; hasta el momento el asunto sigue sin resolverse. Más tarde encontré un titular que decía “Santofimio empezó a cantar”. Me exalté; por un momento pensé que el hombre había confesado; pero no, nada de eso, era una pequeña nota contando, mis queridos lectores, atención, esta joya, esta delicia:

“Mientras que el polémico político Alberto Santofimio espera que la Corte Suprema de Justicia resuelva definitivamente su presunta participación en el asesinato de Luis Carlos Galán, acaba de estrenarse como cantautor. Hace algunos días presentó Tolima mío, un compilado de 14 canciones, bambucos y sanjuaneros de su propia autoría, interpretados por él mismo” (Revista Semana, Sábado 10 de Abril de 2010)

¡Divino Platón, celestial Hércules, espléndido Sócrates! ¡Libradme de la tortura de escuchar siquiera un fragmento de Lejos de mi Tolima, Único amor o Morena del Espinal de boca de este perturbador individuo! ¡Os lo suplico! ¿Acaso podéis imaginar una tortura peor que el empalamiento, mucho peor que el encierro o la flagelación que ser sometido a escuchar a Santofimio cantando bambucos de su autoría? Aunque, pesándolo bien, más podría ser un placer que una tortura. Es posible que la justicia terrena sea completamente fallida, pero si algo sabe hacer el enemigo es hacer el ridículo para el deleite y alimento de sus detractores (con todo el respeto que la música de la tierra de mis abuelos merece, y por eso mismo, precisamente).

Sí, mis queridos lectores, definitivamente, hay que reírse del enemigo porque “la risa, ella sola ha cavado más túneles útiles que todas las lágrimas de la tierra” (Cortázar en Rayuela, Cap 71). Así pues, bebamos, riamos y a medida que se aleja la sombra del enemigo para perderse en el territorio de los malos bambucos, la sangre y los olvidos, volvamos a las últimas palabras de Adimanto que nos han estado esperando: la injusticia es el mayor de los males que puede albergar en su interior el alma y la justicia el mayor bien (IX-367). Vuelve a mi otro recuerdo ajeno: mi madre y Luis Carlos nerviosos en el aeropuerto de Bogotá después de regresar de Ibagué, porque no llegaban por ellos. Mi madre le dice que tomen un taxi. Está Luis Carlos más calentano que nunca, con guayabera blanca, despeinado, irreconocible. Habla tranquilamente con el taxista y en un semáforo un vendedor ambulante se acerca, les ofrece algo. Mira con atención “¡Ay! Pero cómo se parece usted al doctor Galán”. Galán, Adimanto, Sócrates, mi madre, yo, ustedes, los que me leen: todos en el escenario de las grande y pequeñas ficciones, del tiempo que pasa; y allí, el alma de cada cual, bella ficción donde podemos refugiarnos, bella ficción sabernos siempre guardianes de lo que somos dentro.

jueves, 27 de mayo de 2010

Gratia Plena- Rabia plena. O de cómo nos asaltan las tonterías del mundo



“Era como una bola incontenible de energía que subía por mi columna vertebral, una fuerza que viajaba a través de mi y que quería salir” Fue así más o menos (porque ahora estoy lejos de sus palabras y del instante) que un amigo me describió lo que llegó a sentir durante un episodio de intensa furia. Pienso ahora, escuchando La vie en rose de Edith Piaf (no hay mejor calmante para el mal genio que esta mujer, además de un poco de valeriana y un blog público) en lo que me ocurrió hace un par de días durante “Gratia Plena: una exposición sobre el buscar a Dios”, en La residencia, escenario de mi furia divina, evangélica.


Ocurrió de esta manera mis queridos lectores: llegué a las 8 y media de la noche más fresca que una naranja y muy ilusionada de ver los fanzines de mi amigo estudiante de arte de los Andes, Sergio Rodríguez: ya conocía algo de su trabajo y debo decir que me interesa mucho. Los fanzines son “Pasajes selectos, ilustrados, de la vida de la hartísima venerable Madre Francisca de la Concepción Castillo”, sometida por sí misma durante toda su vida a cuanta tortura y salvajada, real o imaginaria, le era necesaria para llegar al “Señor”; las ilustraciones de Sergio son, me atrevo a decir, paródicas, burlescas, cada episodio aparece como una máquina de representaciones, como una interrogación irónica a los imaginarios religiosos. No puedo dejar de citar un fragmento para contextualizarlos un poco.

“Por este tiempo, dándome Nuestro Señor unos intensísimos deseos de padecer mucho, y de traer en todo un continuo ejercicio de humillación y conocimiento propio, estando un día en la oración de comunidad, me parece vi a mi misma, despojadas las espaldas, atadas las manos con cadenas de fierro y los pies y los ojos vendados; y que nuestro señor mandaba azotarme, y así se hacía".

De la obra en sí misma hablaré en otra entrada de este blog, por ahora quiero hablarles del destino o circunstancia a la que fue sometida y de cómo la rabia, una monja lacerada, la tristeza de lo que no se abre y una exposición de arte son instancias que por cosas de la vida pueden llegar a relacionarse. Todo comenzó cuando al entrar a la sala de exposición no encontramos el trabajo expuesto. Yo rondé las obras con cierto desazón y me encontré alguna que otra sugestiva - trozos de madera ligados con hilo y cuerdas, un video de un camino desierto donde aparecían y desaparecían campesinos fantasmales- y varias crípticas e incomprensibles, que ya ni recuerdo. Salí a averiguar lo que estaba pasando: al parecer una de las curadoras, personaje fundamental en esta historia, “no tuvo espacio” para poner una pequeña mesa con las publicaciones y tomó la sabia decisión de dejarlos en la librería del lugar que, por cierto, estaba cerrada. Olvidada y arrojada a sus martirios, La Madre Francisca de la Concepción Castillo yacía en medio de la oscuridad, vedada a los espectadores.

La natural reacción frente a tal situación de desconcierto fue decirle a esta mujer que la próxima vez, si no tenía espacio en su exposición para una obra, lo dijera con tiempo, y no obligara a las personas a desplazarse e ilusionarse (debo señalar que previamente ella había reconocido los fanzines como parte de la exposición y que por eso mismo éstos se encontraban allí). La hartísima venerable curadora responde “no me hablen así miren que les estoy abriendo la puerta de la librería para que los recojan”. Después de ausentarse unos minutos y en su muy particular manera de manifestar arrepentimiento, dijo: “cuélguenme, péguenme si quieren, pero el cuadro (Sergio había enmarcado algunos dibujos y textos que acompañarían a los fanzines) está en otro lugar y tienen que venir por él después”.

No puedo evitar ahora imaginar a la mismísima monja del Castillo exigiendo a las alturas divinas un castigo redentor, de la misma manera que esta chica, voz de la institución, nos exigía lleváramos a cabo formas diversas de martirio para eximir sus curatoriales (¿conventuales?) culpas. Ganas no me faltaban porque para ese entonces ya empezaba a sentir un “fuego de dolores rabiosos” como lo nombra la ilustre monja en alguno de sus textos, o “bola incontenible de energía” como lo nombra mi amigo, subir por mi columna vertebral, llenándome de esa súbita adrenalina que te hace querer putear a alguien. A modo de confesión conventual debo decirle a mis lectores que no fue del todo exitosa mi manera de arrojar mi furia: le hablé del respeto a los demás, de lo desagradable de su comportamiento, hasta que terminé diciendo algo así como “bájese de esa nube”, y al final, por extrañas cosas del destino, solo atinaba a decir la palabra “nube”.

Siempre altiva, siempre reina de su gratia plena, la curadora nos mostró en un segundo lo que podría ser denominado como “arrogancia” o “soberbia”, si nos ponemos en un plano psicológico; “jerarquías del arte”, en uno más “pedagógico”; “la tristeza de lo que no se abre” en uno más sentimental, pero que yo prefiero llamar ahora, en un plano un poco más pragmático, “un asalto más de las tonterías del mundo”. Ahora, creo que lo más importante de un episodio de furia es dejarlo partir y luego tomar lo que queda de él para mirarlo con calma, como a un objeto extraño que queda en nuestras manos y que aún no sabemos de qué forma nombrar. Como al parecer no tengo la destreza de la “puteada in situ”, esto significa para mi escribir, y mientras escribo, reflexionar sobre lo sucedido. Rescato del acontecimiento haber sido una suerte de happening muy pertinente en el contexto de la exposición, cuya curaduría no me pareció mala o, por lo menos, el texto. Una parte de éste reza así:

"Así nacen dioses imaginarios-híbridos. Estos son productos imprevisibles, diseñados por cada subjetividad particular. Queremos observar estos panteones imaginarios personales, con la misma curiosidad con la que indagamos en los guardarropas o las colecciones musicales de los amigos, para saber cosas escondidas y pensar hacia dónde y cómo dirige cada cual sus rezos"

Creo que el rezo personal que puse en movimiento al confrontarme con la curadora fue semejante al de muchos de los personajes que gozamos del arte (artistas, críticos, espectadores): el rezo a las instituciones para que dejen de ser fuerzas excluyentes y devoradoras y más bien sean fuerzas animadoras y posibilitadoras; o por el contrario, el rezo o súplica a alguna divinidad omnipresente y bondadosa, que se apiade de los mortales que queremos disfrutar el trabajo de los otros y compartir lo que hacemos, sin que llegue la Señora institución (equivalente al “Señor” de las monjas de clausura) a arrojar su rabiosa y mezquina furia sobre nosotros.

“Víctimas de su propio invento” creo que es así como podríamos llamar a los creadores del Dios católico castigador así como a los creadores de las jerarquías del arte, es decir, a nosotros mismos. La palabra víctima no es, entonces, la más adecuada porque ¿dónde está el verdugo? Como siempre, invisible, inexistente ¡O grandísimo señor, hazte presente! Miro con lupa los fanzines: no es un video, no es una instalación, ni performance, ni nada que se le parezca. Veo a su creador: es estudiante de arte. ¿Es posible que estos hayan sido los criterios para, en último momento, ocultar su trabajo? ¿Lo que bendijo a este grupo de artistas “creyentes” fue la gratia plena de sus títulos y vínculos? Preguntas, como todas las teológicas, sin respuesta.

(Ilustración de Sergio Rodríguez. Para mayor conocimiento de la obra de la Madre Francisca de la Concepción Castillo recomiendo este link: http://www.scribd.com/doc/10497976/Madre-Francisca-Josefa-de-la-Concepcion-Castillo-Su-vida#fullscreen:on)

sábado, 15 de mayo de 2010

Amar un partido –Amar la partida


“¡Y van a votar por Mockus!” se escuchó la exhortación irónica en medio de la penumbra de la sala. Fue extraño, nunca había tomado conciencia plena del acto colectivo que significa ir a cine, hasta que escuché esta irrupción en esa suerte de hipnosis o “fuga de la realidad” (aunque es más entrar a fondo que fugarse, o fugarse para entrar más, pero ese es otro tema) en la que uno se sumerge cuando ve una película. Como cualquier mortal siempre voy con mis amigas o amigos, mi novio de turno, mi levante o, en este caso, sola, y tomo conciencia de que estoy rodeada de otras personas únicamente cuando alguna de éstas resulta molesta (no falta el que comenta toda la película, el que mastica sin pudor sus palomitas o el que llega tarde y se atraviesa haciendo cuanta maroma necesita para llegar a su silla). Pero en esta ocasión fue diferente: ocurrió el episodio del grito que ahora me siento en la necesidad de compartir, porque despertó en mi una serie de reflexiones y sensaciones que creo vale la pena poner en movimiento.


La película se llama “La ola” del director alemán Denis Gansel; talvez algunos de los lectores de esta nota ya la hayan visto y puedan imaginar a donde va a ir a parar el agua de este molino. Rainer Weiner, el personaje principal, es un tipo que fue ocupa en Berlín y participó en diferentes manifestaciones de izquierda en su juventud; ahora es profesor de un instituto y tiene que dictar la clase de Autocracia, muy a su pesar, pues él prefería dictar la de Anarquía. En su muy mockusiana actitud de hacer de la pedagogía algo más vívido, este personaje decide plantearle a sus alumnos un juego que les permita vivir, sentir y entender en carne propia lo que significa un sistema autocrático. Es así como empieza a plantear una serie de dinámicas relacionadas con este sistema y enfocarlas en fortalece la conciencia de lo poderosa que puede llegar a ser la “unión grupal”. Es contundente la afirmación de uno de los personajes antes de ser planteado el experimento: Reiner pregunta si creen que es posible que se repita una dictadura en Alemania y uno de los alumnos dice categóricamente “Eso es totalmente imposible”. Y ahí comienza la ironía.


Es bien curioso cómo el cine te permite entrar en la sensibilidad de una cultura: todos tenemos el imaginario del “alemán nazi” y esta película te muestra a los jóvenes alemanes de hoy, hartos, como nosotros, de oír hablar del fuller, los campos de concentración, y toda esta saturación del horror. También hartos de sentir lo que nosotros podemos llegar a sentir como generación de tránsito: ya no hay una causa común. ¡Gracias al cielo sin dios! Porque talvez nuestra generación es la de “La causa de la no causa”, pues ya hemos sido testigos de los muchos horrores que se han gestado a partir de las “nobles” causas grupales. En fin, sucede entonces, en la película, que este “grupo facho experimental” se convierte en un juego peligroso y serio, y al final en una terrible pesadilla. Empiezan a desatarse una serie de acontecimientos que nos hacen ver que los alumnos no han impuesto entre sí mismos y el juego propuesto por su maestro la distancia necesaria para no perder la mirada crítica y la sensatez. Recuerdo a Jodorowsky: él habla, cuando se refiere a los actos poéticos, de actuar “sin sentirse identificado con la acción”, de actuar “aceptando el tránsito”.


Creo que Rainer como maestro perdió las luces, pues le faltó mostrarle a sus alumnos esta parte fundamental del “juego pedagógico”: el distanciamiento. Esto hubiera podido impedir, creo yo, que la tragedia se desatara, pues al estar trabajando con dimensiones humanas tan delicadas como lo son el ansia de poder, el horror al aislamiento, el fanatismo, el ego, se hace fundamental establecer con claridad los límites entre la ficción del juego y las susceptibilidades verdaderas de los individuos. No quiero contarles la película, sólo estas impresiones que ustedes podrán sopesar a partir de su propios criterios cuando la vean.


En la parte más crucial, cuando todos nos hemos dado cuenta que la propuesta del profe se ha tornado en una realidad siniestra, se escucha la voz seca y ronca de un hombre en las últimas filas refiriéndose al candidato a la presidencia por el partido verde Antanas Mockus. Malestar general. De golpe se rompió el hechizo del cine y volvimos a nuestra condición actual, momentánea, contextual: estamos en plena etapa electoral y la sala está repleta de verdes, blancos, azules y amarillos. Una voz mucho más tenue y tímida gritó la contraparte “No, pues voten por Santos” con la misma ironía pero, debo decir, con mucho menos éxito. Más adelante el mismo hombrecillo interruptor vuelve a gritar “Voten por Mockus” con un sarcasmo agrio, como equiparando al profe del partido verde con el profe fallido de la pantalla. Yo no pude evitar gritar también, para dejar salir con toda la insensatez de la emoción lo primero que se me vino a la mente: “¡Es al contrario!”. La película continúo; pero para ese momento creo que gran parte de nosotros como público estábamos más en el aquí de la sala en pleno Bogotá que en el allá de esa ciudad provincial en Alemania. Se prenden las luces, siento algo que me perturba por dentro; todos partimos como si nada, pero a todos nos ocurrió algo muy poderoso en esa sala.


Salgo y no puedo dejar de pensar en lo que pasó, en darle vueltas y vueltas en mi cabeza. Me dio rabia conmigo misma por no haber intervenido de otra forma en ese momento, por haberme dejado llevar por sentimientos partidistas que se equiparan al sentimiento ciego de los personajes de la película por su grupo ficticio “La ola”. Pensé en cosas que me ocurrieron ese mismo día: caminando por el parque de la 93 una caravana pro Mockus con afiches y pancartas en los carros y una chica muy guapa, ultra modelo, vestida de verde y con un girasol en el pelo. Luego llegando a Andino, un grupo de pro Santos gritando cuanta consigna colegial se les venía a la mente del tipo “oe, oe oeoe, santos, santos” y esas cosas incomprensibles. Una chica me ofreció un volante y yo la miré extrañada, rechacé su gesto; después los santistas se rieron de mi. Sentí mareo.


También recordé el episodio aquel en facebook: una amiga me envió un mensaje pidiéndome de una forma jocosa y ligera que le ayudara a defender su muro pues su hermana, santista, la estaba bombardeando con propaganda para su candidato. Era una guerra declarada. Yo intenté hacerlas entrar en paz, en la paz del “cada loco con su tema y no nos jodamos más la vida”. Luego colgué en el muro de la hermana de mi amiga una artículo sobre los falsos positivos, y le dije con toda tranquilidad que si iba a votar por Santos no estaba de más que se informara un poco; la escalofriante respuesta fue esta: “borré lo que me enviaste porque no quiero tener esas cosas en mi muro, yo amo a mi presidente” ¿Yo amo a mi presidente? ¿Qué diablos significa eso? ¡Si uno a duras penas ama a la mamá!

Todo esto volvió a mi de golpe con “La ola”. Y como cuando uno está en medio de una situación incómoda con alguien, una discusión o algo así, y sólo se le ocurren las palabras propicias cuando ya es demasiado tarde, cuando ya el otro se ha ido y sólo nos queda el mal sabor en la boca de no haber podido defender nuestra postura o nuestra dignidad en el momento y de la forma precisa como sólo ocurre en los libros, en Sony Entretainment o en algunos golpes de suerte, empecé a ensayar en mi mente lo que le habría dicho al hombre del cine: “No se trata de Mockus, de Santos o de la Ola, se trata de nosotros, del fanatismo, del horror de los partidismos. Usted y yo y el hombre de la pálida voz estamos cayendo en lo mismo que la película nos está mostrando de la manera más cruda: la ceguera del apego, el aferramiento”


Todo tan pasajero. Atarse a cualquier cosa, a cualquier idea, grupo, causa “noble”, figura pública, color, es precipitarse vertiginosamente al horror y la muerte. No soy la persona más informada en cuestión de asuntos políticos, pero a raíz de “La ola verde” debo decir que he vuelto a entrar en el escenario con más entusiasmo sin que esto me arranque del todo el escepticismo; porque toda ola es peligrosa, sea santa o ecológica. Creo que lo mejor, lo más “pedagógico” que puedo hacer es votar con distanciamiento, votar como Jodorowsky y sus actos poéticos: sin sentirme identificada con la acción, sin perder el criterio, la sensatez y entender: más que amar a un partido amar la partida, la partida misma de todas las cosas. Como la mía en Transmilenio hasta mi casa.