jueves, 27 de mayo de 2010

Gratia Plena- Rabia plena. O de cómo nos asaltan las tonterías del mundo



“Era como una bola incontenible de energía que subía por mi columna vertebral, una fuerza que viajaba a través de mi y que quería salir” Fue así más o menos (porque ahora estoy lejos de sus palabras y del instante) que un amigo me describió lo que llegó a sentir durante un episodio de intensa furia. Pienso ahora, escuchando La vie en rose de Edith Piaf (no hay mejor calmante para el mal genio que esta mujer, además de un poco de valeriana y un blog público) en lo que me ocurrió hace un par de días durante “Gratia Plena: una exposición sobre el buscar a Dios”, en La residencia, escenario de mi furia divina, evangélica.


Ocurrió de esta manera mis queridos lectores: llegué a las 8 y media de la noche más fresca que una naranja y muy ilusionada de ver los fanzines de mi amigo estudiante de arte de los Andes, Sergio Rodríguez: ya conocía algo de su trabajo y debo decir que me interesa mucho. Los fanzines son “Pasajes selectos, ilustrados, de la vida de la hartísima venerable Madre Francisca de la Concepción Castillo”, sometida por sí misma durante toda su vida a cuanta tortura y salvajada, real o imaginaria, le era necesaria para llegar al “Señor”; las ilustraciones de Sergio son, me atrevo a decir, paródicas, burlescas, cada episodio aparece como una máquina de representaciones, como una interrogación irónica a los imaginarios religiosos. No puedo dejar de citar un fragmento para contextualizarlos un poco.

“Por este tiempo, dándome Nuestro Señor unos intensísimos deseos de padecer mucho, y de traer en todo un continuo ejercicio de humillación y conocimiento propio, estando un día en la oración de comunidad, me parece vi a mi misma, despojadas las espaldas, atadas las manos con cadenas de fierro y los pies y los ojos vendados; y que nuestro señor mandaba azotarme, y así se hacía".

De la obra en sí misma hablaré en otra entrada de este blog, por ahora quiero hablarles del destino o circunstancia a la que fue sometida y de cómo la rabia, una monja lacerada, la tristeza de lo que no se abre y una exposición de arte son instancias que por cosas de la vida pueden llegar a relacionarse. Todo comenzó cuando al entrar a la sala de exposición no encontramos el trabajo expuesto. Yo rondé las obras con cierto desazón y me encontré alguna que otra sugestiva - trozos de madera ligados con hilo y cuerdas, un video de un camino desierto donde aparecían y desaparecían campesinos fantasmales- y varias crípticas e incomprensibles, que ya ni recuerdo. Salí a averiguar lo que estaba pasando: al parecer una de las curadoras, personaje fundamental en esta historia, “no tuvo espacio” para poner una pequeña mesa con las publicaciones y tomó la sabia decisión de dejarlos en la librería del lugar que, por cierto, estaba cerrada. Olvidada y arrojada a sus martirios, La Madre Francisca de la Concepción Castillo yacía en medio de la oscuridad, vedada a los espectadores.

La natural reacción frente a tal situación de desconcierto fue decirle a esta mujer que la próxima vez, si no tenía espacio en su exposición para una obra, lo dijera con tiempo, y no obligara a las personas a desplazarse e ilusionarse (debo señalar que previamente ella había reconocido los fanzines como parte de la exposición y que por eso mismo éstos se encontraban allí). La hartísima venerable curadora responde “no me hablen así miren que les estoy abriendo la puerta de la librería para que los recojan”. Después de ausentarse unos minutos y en su muy particular manera de manifestar arrepentimiento, dijo: “cuélguenme, péguenme si quieren, pero el cuadro (Sergio había enmarcado algunos dibujos y textos que acompañarían a los fanzines) está en otro lugar y tienen que venir por él después”.

No puedo evitar ahora imaginar a la mismísima monja del Castillo exigiendo a las alturas divinas un castigo redentor, de la misma manera que esta chica, voz de la institución, nos exigía lleváramos a cabo formas diversas de martirio para eximir sus curatoriales (¿conventuales?) culpas. Ganas no me faltaban porque para ese entonces ya empezaba a sentir un “fuego de dolores rabiosos” como lo nombra la ilustre monja en alguno de sus textos, o “bola incontenible de energía” como lo nombra mi amigo, subir por mi columna vertebral, llenándome de esa súbita adrenalina que te hace querer putear a alguien. A modo de confesión conventual debo decirle a mis lectores que no fue del todo exitosa mi manera de arrojar mi furia: le hablé del respeto a los demás, de lo desagradable de su comportamiento, hasta que terminé diciendo algo así como “bájese de esa nube”, y al final, por extrañas cosas del destino, solo atinaba a decir la palabra “nube”.

Siempre altiva, siempre reina de su gratia plena, la curadora nos mostró en un segundo lo que podría ser denominado como “arrogancia” o “soberbia”, si nos ponemos en un plano psicológico; “jerarquías del arte”, en uno más “pedagógico”; “la tristeza de lo que no se abre” en uno más sentimental, pero que yo prefiero llamar ahora, en un plano un poco más pragmático, “un asalto más de las tonterías del mundo”. Ahora, creo que lo más importante de un episodio de furia es dejarlo partir y luego tomar lo que queda de él para mirarlo con calma, como a un objeto extraño que queda en nuestras manos y que aún no sabemos de qué forma nombrar. Como al parecer no tengo la destreza de la “puteada in situ”, esto significa para mi escribir, y mientras escribo, reflexionar sobre lo sucedido. Rescato del acontecimiento haber sido una suerte de happening muy pertinente en el contexto de la exposición, cuya curaduría no me pareció mala o, por lo menos, el texto. Una parte de éste reza así:

"Así nacen dioses imaginarios-híbridos. Estos son productos imprevisibles, diseñados por cada subjetividad particular. Queremos observar estos panteones imaginarios personales, con la misma curiosidad con la que indagamos en los guardarropas o las colecciones musicales de los amigos, para saber cosas escondidas y pensar hacia dónde y cómo dirige cada cual sus rezos"

Creo que el rezo personal que puse en movimiento al confrontarme con la curadora fue semejante al de muchos de los personajes que gozamos del arte (artistas, críticos, espectadores): el rezo a las instituciones para que dejen de ser fuerzas excluyentes y devoradoras y más bien sean fuerzas animadoras y posibilitadoras; o por el contrario, el rezo o súplica a alguna divinidad omnipresente y bondadosa, que se apiade de los mortales que queremos disfrutar el trabajo de los otros y compartir lo que hacemos, sin que llegue la Señora institución (equivalente al “Señor” de las monjas de clausura) a arrojar su rabiosa y mezquina furia sobre nosotros.

“Víctimas de su propio invento” creo que es así como podríamos llamar a los creadores del Dios católico castigador así como a los creadores de las jerarquías del arte, es decir, a nosotros mismos. La palabra víctima no es, entonces, la más adecuada porque ¿dónde está el verdugo? Como siempre, invisible, inexistente ¡O grandísimo señor, hazte presente! Miro con lupa los fanzines: no es un video, no es una instalación, ni performance, ni nada que se le parezca. Veo a su creador: es estudiante de arte. ¿Es posible que estos hayan sido los criterios para, en último momento, ocultar su trabajo? ¿Lo que bendijo a este grupo de artistas “creyentes” fue la gratia plena de sus títulos y vínculos? Preguntas, como todas las teológicas, sin respuesta.

(Ilustración de Sergio Rodríguez. Para mayor conocimiento de la obra de la Madre Francisca de la Concepción Castillo recomiendo este link: http://www.scribd.com/doc/10497976/Madre-Francisca-Josefa-de-la-Concepcion-Castillo-Su-vida#fullscreen:on)

sábado, 15 de mayo de 2010

Amar un partido –Amar la partida


“¡Y van a votar por Mockus!” se escuchó la exhortación irónica en medio de la penumbra de la sala. Fue extraño, nunca había tomado conciencia plena del acto colectivo que significa ir a cine, hasta que escuché esta irrupción en esa suerte de hipnosis o “fuga de la realidad” (aunque es más entrar a fondo que fugarse, o fugarse para entrar más, pero ese es otro tema) en la que uno se sumerge cuando ve una película. Como cualquier mortal siempre voy con mis amigas o amigos, mi novio de turno, mi levante o, en este caso, sola, y tomo conciencia de que estoy rodeada de otras personas únicamente cuando alguna de éstas resulta molesta (no falta el que comenta toda la película, el que mastica sin pudor sus palomitas o el que llega tarde y se atraviesa haciendo cuanta maroma necesita para llegar a su silla). Pero en esta ocasión fue diferente: ocurrió el episodio del grito que ahora me siento en la necesidad de compartir, porque despertó en mi una serie de reflexiones y sensaciones que creo vale la pena poner en movimiento.


La película se llama “La ola” del director alemán Denis Gansel; talvez algunos de los lectores de esta nota ya la hayan visto y puedan imaginar a donde va a ir a parar el agua de este molino. Rainer Weiner, el personaje principal, es un tipo que fue ocupa en Berlín y participó en diferentes manifestaciones de izquierda en su juventud; ahora es profesor de un instituto y tiene que dictar la clase de Autocracia, muy a su pesar, pues él prefería dictar la de Anarquía. En su muy mockusiana actitud de hacer de la pedagogía algo más vívido, este personaje decide plantearle a sus alumnos un juego que les permita vivir, sentir y entender en carne propia lo que significa un sistema autocrático. Es así como empieza a plantear una serie de dinámicas relacionadas con este sistema y enfocarlas en fortalece la conciencia de lo poderosa que puede llegar a ser la “unión grupal”. Es contundente la afirmación de uno de los personajes antes de ser planteado el experimento: Reiner pregunta si creen que es posible que se repita una dictadura en Alemania y uno de los alumnos dice categóricamente “Eso es totalmente imposible”. Y ahí comienza la ironía.


Es bien curioso cómo el cine te permite entrar en la sensibilidad de una cultura: todos tenemos el imaginario del “alemán nazi” y esta película te muestra a los jóvenes alemanes de hoy, hartos, como nosotros, de oír hablar del fuller, los campos de concentración, y toda esta saturación del horror. También hartos de sentir lo que nosotros podemos llegar a sentir como generación de tránsito: ya no hay una causa común. ¡Gracias al cielo sin dios! Porque talvez nuestra generación es la de “La causa de la no causa”, pues ya hemos sido testigos de los muchos horrores que se han gestado a partir de las “nobles” causas grupales. En fin, sucede entonces, en la película, que este “grupo facho experimental” se convierte en un juego peligroso y serio, y al final en una terrible pesadilla. Empiezan a desatarse una serie de acontecimientos que nos hacen ver que los alumnos no han impuesto entre sí mismos y el juego propuesto por su maestro la distancia necesaria para no perder la mirada crítica y la sensatez. Recuerdo a Jodorowsky: él habla, cuando se refiere a los actos poéticos, de actuar “sin sentirse identificado con la acción”, de actuar “aceptando el tránsito”.


Creo que Rainer como maestro perdió las luces, pues le faltó mostrarle a sus alumnos esta parte fundamental del “juego pedagógico”: el distanciamiento. Esto hubiera podido impedir, creo yo, que la tragedia se desatara, pues al estar trabajando con dimensiones humanas tan delicadas como lo son el ansia de poder, el horror al aislamiento, el fanatismo, el ego, se hace fundamental establecer con claridad los límites entre la ficción del juego y las susceptibilidades verdaderas de los individuos. No quiero contarles la película, sólo estas impresiones que ustedes podrán sopesar a partir de su propios criterios cuando la vean.


En la parte más crucial, cuando todos nos hemos dado cuenta que la propuesta del profe se ha tornado en una realidad siniestra, se escucha la voz seca y ronca de un hombre en las últimas filas refiriéndose al candidato a la presidencia por el partido verde Antanas Mockus. Malestar general. De golpe se rompió el hechizo del cine y volvimos a nuestra condición actual, momentánea, contextual: estamos en plena etapa electoral y la sala está repleta de verdes, blancos, azules y amarillos. Una voz mucho más tenue y tímida gritó la contraparte “No, pues voten por Santos” con la misma ironía pero, debo decir, con mucho menos éxito. Más adelante el mismo hombrecillo interruptor vuelve a gritar “Voten por Mockus” con un sarcasmo agrio, como equiparando al profe del partido verde con el profe fallido de la pantalla. Yo no pude evitar gritar también, para dejar salir con toda la insensatez de la emoción lo primero que se me vino a la mente: “¡Es al contrario!”. La película continúo; pero para ese momento creo que gran parte de nosotros como público estábamos más en el aquí de la sala en pleno Bogotá que en el allá de esa ciudad provincial en Alemania. Se prenden las luces, siento algo que me perturba por dentro; todos partimos como si nada, pero a todos nos ocurrió algo muy poderoso en esa sala.


Salgo y no puedo dejar de pensar en lo que pasó, en darle vueltas y vueltas en mi cabeza. Me dio rabia conmigo misma por no haber intervenido de otra forma en ese momento, por haberme dejado llevar por sentimientos partidistas que se equiparan al sentimiento ciego de los personajes de la película por su grupo ficticio “La ola”. Pensé en cosas que me ocurrieron ese mismo día: caminando por el parque de la 93 una caravana pro Mockus con afiches y pancartas en los carros y una chica muy guapa, ultra modelo, vestida de verde y con un girasol en el pelo. Luego llegando a Andino, un grupo de pro Santos gritando cuanta consigna colegial se les venía a la mente del tipo “oe, oe oeoe, santos, santos” y esas cosas incomprensibles. Una chica me ofreció un volante y yo la miré extrañada, rechacé su gesto; después los santistas se rieron de mi. Sentí mareo.


También recordé el episodio aquel en facebook: una amiga me envió un mensaje pidiéndome de una forma jocosa y ligera que le ayudara a defender su muro pues su hermana, santista, la estaba bombardeando con propaganda para su candidato. Era una guerra declarada. Yo intenté hacerlas entrar en paz, en la paz del “cada loco con su tema y no nos jodamos más la vida”. Luego colgué en el muro de la hermana de mi amiga una artículo sobre los falsos positivos, y le dije con toda tranquilidad que si iba a votar por Santos no estaba de más que se informara un poco; la escalofriante respuesta fue esta: “borré lo que me enviaste porque no quiero tener esas cosas en mi muro, yo amo a mi presidente” ¿Yo amo a mi presidente? ¿Qué diablos significa eso? ¡Si uno a duras penas ama a la mamá!

Todo esto volvió a mi de golpe con “La ola”. Y como cuando uno está en medio de una situación incómoda con alguien, una discusión o algo así, y sólo se le ocurren las palabras propicias cuando ya es demasiado tarde, cuando ya el otro se ha ido y sólo nos queda el mal sabor en la boca de no haber podido defender nuestra postura o nuestra dignidad en el momento y de la forma precisa como sólo ocurre en los libros, en Sony Entretainment o en algunos golpes de suerte, empecé a ensayar en mi mente lo que le habría dicho al hombre del cine: “No se trata de Mockus, de Santos o de la Ola, se trata de nosotros, del fanatismo, del horror de los partidismos. Usted y yo y el hombre de la pálida voz estamos cayendo en lo mismo que la película nos está mostrando de la manera más cruda: la ceguera del apego, el aferramiento”


Todo tan pasajero. Atarse a cualquier cosa, a cualquier idea, grupo, causa “noble”, figura pública, color, es precipitarse vertiginosamente al horror y la muerte. No soy la persona más informada en cuestión de asuntos políticos, pero a raíz de “La ola verde” debo decir que he vuelto a entrar en el escenario con más entusiasmo sin que esto me arranque del todo el escepticismo; porque toda ola es peligrosa, sea santa o ecológica. Creo que lo mejor, lo más “pedagógico” que puedo hacer es votar con distanciamiento, votar como Jodorowsky y sus actos poéticos: sin sentirme identificada con la acción, sin perder el criterio, la sensatez y entender: más que amar a un partido amar la partida, la partida misma de todas las cosas. Como la mía en Transmilenio hasta mi casa.