sábado, 15 de mayo de 2010

Amar un partido –Amar la partida


“¡Y van a votar por Mockus!” se escuchó la exhortación irónica en medio de la penumbra de la sala. Fue extraño, nunca había tomado conciencia plena del acto colectivo que significa ir a cine, hasta que escuché esta irrupción en esa suerte de hipnosis o “fuga de la realidad” (aunque es más entrar a fondo que fugarse, o fugarse para entrar más, pero ese es otro tema) en la que uno se sumerge cuando ve una película. Como cualquier mortal siempre voy con mis amigas o amigos, mi novio de turno, mi levante o, en este caso, sola, y tomo conciencia de que estoy rodeada de otras personas únicamente cuando alguna de éstas resulta molesta (no falta el que comenta toda la película, el que mastica sin pudor sus palomitas o el que llega tarde y se atraviesa haciendo cuanta maroma necesita para llegar a su silla). Pero en esta ocasión fue diferente: ocurrió el episodio del grito que ahora me siento en la necesidad de compartir, porque despertó en mi una serie de reflexiones y sensaciones que creo vale la pena poner en movimiento.


La película se llama “La ola” del director alemán Denis Gansel; talvez algunos de los lectores de esta nota ya la hayan visto y puedan imaginar a donde va a ir a parar el agua de este molino. Rainer Weiner, el personaje principal, es un tipo que fue ocupa en Berlín y participó en diferentes manifestaciones de izquierda en su juventud; ahora es profesor de un instituto y tiene que dictar la clase de Autocracia, muy a su pesar, pues él prefería dictar la de Anarquía. En su muy mockusiana actitud de hacer de la pedagogía algo más vívido, este personaje decide plantearle a sus alumnos un juego que les permita vivir, sentir y entender en carne propia lo que significa un sistema autocrático. Es así como empieza a plantear una serie de dinámicas relacionadas con este sistema y enfocarlas en fortalece la conciencia de lo poderosa que puede llegar a ser la “unión grupal”. Es contundente la afirmación de uno de los personajes antes de ser planteado el experimento: Reiner pregunta si creen que es posible que se repita una dictadura en Alemania y uno de los alumnos dice categóricamente “Eso es totalmente imposible”. Y ahí comienza la ironía.


Es bien curioso cómo el cine te permite entrar en la sensibilidad de una cultura: todos tenemos el imaginario del “alemán nazi” y esta película te muestra a los jóvenes alemanes de hoy, hartos, como nosotros, de oír hablar del fuller, los campos de concentración, y toda esta saturación del horror. También hartos de sentir lo que nosotros podemos llegar a sentir como generación de tránsito: ya no hay una causa común. ¡Gracias al cielo sin dios! Porque talvez nuestra generación es la de “La causa de la no causa”, pues ya hemos sido testigos de los muchos horrores que se han gestado a partir de las “nobles” causas grupales. En fin, sucede entonces, en la película, que este “grupo facho experimental” se convierte en un juego peligroso y serio, y al final en una terrible pesadilla. Empiezan a desatarse una serie de acontecimientos que nos hacen ver que los alumnos no han impuesto entre sí mismos y el juego propuesto por su maestro la distancia necesaria para no perder la mirada crítica y la sensatez. Recuerdo a Jodorowsky: él habla, cuando se refiere a los actos poéticos, de actuar “sin sentirse identificado con la acción”, de actuar “aceptando el tránsito”.


Creo que Rainer como maestro perdió las luces, pues le faltó mostrarle a sus alumnos esta parte fundamental del “juego pedagógico”: el distanciamiento. Esto hubiera podido impedir, creo yo, que la tragedia se desatara, pues al estar trabajando con dimensiones humanas tan delicadas como lo son el ansia de poder, el horror al aislamiento, el fanatismo, el ego, se hace fundamental establecer con claridad los límites entre la ficción del juego y las susceptibilidades verdaderas de los individuos. No quiero contarles la película, sólo estas impresiones que ustedes podrán sopesar a partir de su propios criterios cuando la vean.


En la parte más crucial, cuando todos nos hemos dado cuenta que la propuesta del profe se ha tornado en una realidad siniestra, se escucha la voz seca y ronca de un hombre en las últimas filas refiriéndose al candidato a la presidencia por el partido verde Antanas Mockus. Malestar general. De golpe se rompió el hechizo del cine y volvimos a nuestra condición actual, momentánea, contextual: estamos en plena etapa electoral y la sala está repleta de verdes, blancos, azules y amarillos. Una voz mucho más tenue y tímida gritó la contraparte “No, pues voten por Santos” con la misma ironía pero, debo decir, con mucho menos éxito. Más adelante el mismo hombrecillo interruptor vuelve a gritar “Voten por Mockus” con un sarcasmo agrio, como equiparando al profe del partido verde con el profe fallido de la pantalla. Yo no pude evitar gritar también, para dejar salir con toda la insensatez de la emoción lo primero que se me vino a la mente: “¡Es al contrario!”. La película continúo; pero para ese momento creo que gran parte de nosotros como público estábamos más en el aquí de la sala en pleno Bogotá que en el allá de esa ciudad provincial en Alemania. Se prenden las luces, siento algo que me perturba por dentro; todos partimos como si nada, pero a todos nos ocurrió algo muy poderoso en esa sala.


Salgo y no puedo dejar de pensar en lo que pasó, en darle vueltas y vueltas en mi cabeza. Me dio rabia conmigo misma por no haber intervenido de otra forma en ese momento, por haberme dejado llevar por sentimientos partidistas que se equiparan al sentimiento ciego de los personajes de la película por su grupo ficticio “La ola”. Pensé en cosas que me ocurrieron ese mismo día: caminando por el parque de la 93 una caravana pro Mockus con afiches y pancartas en los carros y una chica muy guapa, ultra modelo, vestida de verde y con un girasol en el pelo. Luego llegando a Andino, un grupo de pro Santos gritando cuanta consigna colegial se les venía a la mente del tipo “oe, oe oeoe, santos, santos” y esas cosas incomprensibles. Una chica me ofreció un volante y yo la miré extrañada, rechacé su gesto; después los santistas se rieron de mi. Sentí mareo.


También recordé el episodio aquel en facebook: una amiga me envió un mensaje pidiéndome de una forma jocosa y ligera que le ayudara a defender su muro pues su hermana, santista, la estaba bombardeando con propaganda para su candidato. Era una guerra declarada. Yo intenté hacerlas entrar en paz, en la paz del “cada loco con su tema y no nos jodamos más la vida”. Luego colgué en el muro de la hermana de mi amiga una artículo sobre los falsos positivos, y le dije con toda tranquilidad que si iba a votar por Santos no estaba de más que se informara un poco; la escalofriante respuesta fue esta: “borré lo que me enviaste porque no quiero tener esas cosas en mi muro, yo amo a mi presidente” ¿Yo amo a mi presidente? ¿Qué diablos significa eso? ¡Si uno a duras penas ama a la mamá!

Todo esto volvió a mi de golpe con “La ola”. Y como cuando uno está en medio de una situación incómoda con alguien, una discusión o algo así, y sólo se le ocurren las palabras propicias cuando ya es demasiado tarde, cuando ya el otro se ha ido y sólo nos queda el mal sabor en la boca de no haber podido defender nuestra postura o nuestra dignidad en el momento y de la forma precisa como sólo ocurre en los libros, en Sony Entretainment o en algunos golpes de suerte, empecé a ensayar en mi mente lo que le habría dicho al hombre del cine: “No se trata de Mockus, de Santos o de la Ola, se trata de nosotros, del fanatismo, del horror de los partidismos. Usted y yo y el hombre de la pálida voz estamos cayendo en lo mismo que la película nos está mostrando de la manera más cruda: la ceguera del apego, el aferramiento”


Todo tan pasajero. Atarse a cualquier cosa, a cualquier idea, grupo, causa “noble”, figura pública, color, es precipitarse vertiginosamente al horror y la muerte. No soy la persona más informada en cuestión de asuntos políticos, pero a raíz de “La ola verde” debo decir que he vuelto a entrar en el escenario con más entusiasmo sin que esto me arranque del todo el escepticismo; porque toda ola es peligrosa, sea santa o ecológica. Creo que lo mejor, lo más “pedagógico” que puedo hacer es votar con distanciamiento, votar como Jodorowsky y sus actos poéticos: sin sentirme identificada con la acción, sin perder el criterio, la sensatez y entender: más que amar a un partido amar la partida, la partida misma de todas las cosas. Como la mía en Transmilenio hasta mi casa.

1 comentario:

  1. El espejo tiene dos caras y lo vimos en estos últimos días, para que lo uno sea convive con lo otro. Por un lado la vida por el otro el apoyo a los militares.

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