lunes, 14 de junio de 2010

Hay que reírse del enemigo: Sócrates, justicia y bambucos.


He aquí, mis querido lectores, que hoy me habla Sócrates; o más que Sócrates me habla el diálogo que entabla en La república con diferentes personajes alrededor de una pregunta que no puede dejar de hacer mella en mi humanidad: ¿cómo es posible demostrar, o más que demostrar, hacer vívido, que el justo vive mejor y es más feliz que el injusto, cuando en nuestra realidad (o, por lo menos, en una de sus versiones) la injustica parece ser el camino más fuerte, libre y dominante? Fácil aparentar “bondad”, obtener beneficios de ello y por debajo de cuerda andar en las peores bajezas que, al parecer, abren todas las puertas. Difícil ser “bueno”, el bobo de la fiesta, el que da papaya, el que no sabe jugársela. La rectitud: camino lleno de eternos padecimientos, lejos de las anheladas roscas y beneficios ilimitados; lejos de la realidad Master Card, condecoraciones y monumentos, deliciosas franquicias del ego, pero eso sí, más cerca del los horrores del mundo, de sus torturas y encierros: (…) el justo será flagelado, torturado, encarcelado, le quemarán los ojos, y tras haber padecido toda clase de males, será al fin empalado y aprenderá de este modo que no hay que querer ser justo sino parecerlo (La República,V-362).

No he terminado de leer el texto; hasta el momento Adimanto, Glaucón y Sócrates discurren sobre cómo encontrar una argumentación convincente que permita poner en primer lugar, dentro del transcurrir mundano de los seres humanos, a la virtud; tarea nada sencilla cuando parecen tan contundentes los argumentos que defienden lo contrario, y que de manera muy resumida y “sui generis” acabo de exponer. Lo último que leí fue la siguiente apreciación de Adimanto, a mi parecer hermosa y llena de enigmas: la injusticia es el mayor de los males que puede albergar en su interior el alma y la justicia el mayor bien (IX-367). Ahora necesito buscar, si me lo permiten y tienen la paciencia suficiente para acompañarme, caminos transversales; quiero darle otro tipo de continuidad a lo que leí y seguir con ustedes este diálogo socrático a partir de lo que me ocurrió el martes 8 de Junio a las 11:15 de la mañana, hace exactamente seis días.

Me encontraba en una celebración en el segundo piso de una casa vieja. Tomaba vino en busca de una embriaguez dulce y sin nefastas consecuencias, ese tipo de embriaguez que todo lo suaviza y le da una extraña ligereza a las formas. Hablaba de cualquier cosa cuando vi entrar a un hombre que inmediatamente me pareció conocido; sabía que era un hombre público, un personaje “Jet Set” de esos de corbata y calva reverenda. Cuando lo perdí de vista una de las personas que me acompañaba comentó: “¿Y ese tipo qué hace aquí? ¿Dónde dejó los grilletes?”. Pregunté que quién era. “Es Santofimio”. Risa nerviosa. Comenté con la misma ligereza con la que este personaje entró en escena: “Seguro le dieron permiso hoy en la cárcel”. Este es el evento epidérmico, ahora en estas líneas, evoco e invoco el evento visceral, lo que ocurrió detrás de mi máscara social: derrumbe, catástrofe de adentro: estoy tomando vino en el mismo lugar en el que se encuentra el cómplice del asesinato de Luis Carlos Galán. Tremenda ironía…

Cuando tenía cinco años veía partir a mi madre todas las mañanas a trabajar para la campaña de Luis Carlos Galán Sarmiento. Eran muy amigos, amigos entrañables. Puedo evocar a mi madre hermosa y plena, apasionada por las ideas y las acciones de este hombre. Siempre quise conocerlo y cada vez que le decía a mi madre “¿Cuándo va a venir a almorzar?” Me decía “Pronto, muy pronto; prometió que vendría cuando termine la campaña”. Yo no entendía qué era una campaña ni por qué era tan difícil que viniera, aunque fuera sólo un ratico. Para mi Galán siempre fue ese personaje que nunca llegó a almorzar conmigo a mi casa…

Retazos de recuerdos que hasta el momento nunca había expuesto de manera pública; ahora lo hago y tiemblo. Luis Carlos fue un día a la casa de mis abuelos en Ibagué; una casa grande, bonita, de amplio patio interior con enormes árboles donde mi hermana y yo jugábamos y nos comíamos las paletas de molde que hacíamos con mi abuela, de esas en forma de tubo, cremosas. Galán tenía que ir a dar un discurso o algo así, y para no someterse al engorroso proceso de quedarse en un hotel, mi madre le ofreció la casa de sus suegros (con previo consentimiento de ellos, por supuesto). Me cuenta la madre mía que nunca olvidaría “la cara de Julio y Odilia cuando muy desprevenidos abrieron la puerta y de repente vieron cómo entraba a su casa una multitud de hombres armados, mientras sobrevolaban helicópteros sobre su espléndido patio. Estupefactos, de una sola pieza” Fue sólo una noche; me gusta imaginar la cálida velada que transcurrió en ese momento entre mi familia y Luis Carlos; mi abuela amorosa, como siempre, atendiéndolo con todo el cuidado y la dedicación, y haciéndolo reír con algo de su humor negro y su vitalidad desbordante; mi madre con su frescura y desparpajo debió evocar el episodio de su llegada. Seguro todos rieron, incluso mi abuelo, tan serio y silencioso. Al final debieron hablar, en voz baja, casi susurrando, sobre la campaña, sobre el futuro de Colombia, sobre el sueño del Nuevo Liberalismo, mientras a su alrededor resonaba el silencio de la enorme casa, como un interrogante, como una señal nefasta.

Todo esto vino a mi de golpe. Salí corriendo a llamar a mi madre, a contarle; ella sólo atinaba a decirme “Juliana prudencia, Juliana mantén la calma”. Y eso hice. Al subir las escaleras Santofimio pasó junto a mi, lo tuve a pocos centímetros de distancia. No lo golpeé, no le grité. Me porté como una “niña buena”. Por una fracción de segundo me miró. Luego lo vi alejarse y tuve el impulso de salir corriendo y preguntarle “Por qué?” Sólo eso “¿Por qué?” No lo hice, me quedé helada, en la escalera. ¿Odio? No pude sentirlo; era sólo un ser humano devastado por los años y por el exceso de comida y de trámites burocráticos y clientelistas; un individuo de cara regordeta que no ha mirado más allá de su ambiciosa nariz. Figura del tiempo, sombra. ¿Rabia? Profunda, intensa, tanto así que cuando salí de allí me fui directamente a la casa de mi gran amigo Samuel, en busca de su voz, ese espacio de calidez capaz de sacarme del frío, del dolor de sentirme tan pequeña, tan poca cosa frente a la nada de lo que pasa. Largo encuentro socrático: hablamos de “buenos” y “malos”, de Crimen y Castigo, de Pinky y Cerebro, de lo importante que era atreverme a escribir esto. ¿Por qué uno no asesina? ¿por qué el ánimo de venganza no nos llena el corazón”. “Puedes escribir, vivir, humanizar, porque se trata de eso, de nunca deshumanizar al otro, sea quien sea. Ahí: nuestra fuerza”. Creo que para mi Samuel es lo que era Galán para mi madre, esos amigos que son para toda la vida, esas personas que amas y admiras. Y viene a mi ahora algo de la discusión de Sócrates: ¿qué gana el justo siendo justo? Creo que ser justo o creer en la justicia es parecido a amar; uno no espera nada, uno ama porque sí, porque se le da la gana.

(Silencio)

Por azares de la vida mi mamá no pudo acompañar a Galán a Soacha en su primer y último discurso en plaza pública (azares que hoy considero afortunados). Cuando se enteró por la radio y empezaron a llamarla salió enloquecida con mi padre y mi tía en el Mazda negro. Llegaron al hospital de Kennedy; los guardias no querían dejarla entrar; que estaba rotundamente prohibido, que blablabla; entonces, las inolvidables palabras de mi madre: “me deja pasar o paso el carro encima”. Aceleró. Se asustaron, porque efectivamente estaba dispuesta a entrar como fuera; así es ella, sé que lo hubiera hecho. Después de muchos años supe lo que allí ocurrió: “Corredores blancos, largos corredores blancos, abro puertas, cierro puertas, cuartos vacíos. De pronto, sábana blanca, cuerpo cubierto, sábana blanca, cuerpo cubierto y sus pies, los pies fríos, vacíos. Corredores blancos, largos corredores blancos, abro puertas, cierro puertas…. Cuerpo vacío…”. (…) el justo será flagelado, torturado, encarcelado, le quemarán los ojos, y tras haber padecido toda clase de males, será al fin empalado y aprenderá de este modo que no hay que querer ser justo sino parecerlo (La República,V-362).

(Silencio)

Mi madre se retiró desde entonces de la Política. Llamar devastadora la muerte de Luis Carlos Galán en la historia de mi familia y en la historia de mi vida no es suficiente, no basta. La palabra se queda corta, se derrama. Frente al cuerpo frío, frente al cuerpo ausente y la fallida justicia terrena, nuestra desesperada y grandilocuente respuesta: las conmemoraciones, los monumentos o el nombre de un aeropuerto. Frente al posible culpable o asesino: el silencio ¿o la risa? No puedo asegurar que este señor Santofimio sea culpable o no y no me importa, me importan más los dedos machucados del mesero. Sí, después de la partida del desagradable personaje, me quedé un rato más a tomarme otro par de copas y me fijé en los dedos del hombre que nos estaba sirviendo el licor: los tenía morados. Hablamos un rato, me contó lo que le había pasado. Debo decir que en ese fugaz encuentro albergué toda mi esperanza, porque aquel ínfimo detalle de un accidente cotidiano me pareció más real, más tangible y humano que la enorme escena de la farsa que se había desplegado ante mi hacía unos minutos.

Estuve indagando por internet lo que había ocurrido con el proceso del enemigo (entendiéndolo como “no amigo”): en el 2008 fue acusado de ser “coautor del delito de homicidio con fines terroristas por el asesinato de Luis Carlos Galán, jefe del nuevo liberalismo, quien fue asesinado el 18 de agosto de 1989 en Soacha durante un evento público de su campaña por la presidencia de la república” y condenado a veinticuatro años de cárcel(Revista Semana, Octubre 22 de 2008). Luego, súbita y misteriosamente, las noticias cambian. A finales del mismo año fue absuelto porque las pruebas no eran “lo suficientemente convincentes”. El caso volvió a abrirse el año pasado pues se acudió al recurso de apelación de la absolución del acusado; hasta el momento el asunto sigue sin resolverse. Más tarde encontré un titular que decía “Santofimio empezó a cantar”. Me exalté; por un momento pensé que el hombre había confesado; pero no, nada de eso, era una pequeña nota contando, mis queridos lectores, atención, esta joya, esta delicia:

“Mientras que el polémico político Alberto Santofimio espera que la Corte Suprema de Justicia resuelva definitivamente su presunta participación en el asesinato de Luis Carlos Galán, acaba de estrenarse como cantautor. Hace algunos días presentó Tolima mío, un compilado de 14 canciones, bambucos y sanjuaneros de su propia autoría, interpretados por él mismo” (Revista Semana, Sábado 10 de Abril de 2010)

¡Divino Platón, celestial Hércules, espléndido Sócrates! ¡Libradme de la tortura de escuchar siquiera un fragmento de Lejos de mi Tolima, Único amor o Morena del Espinal de boca de este perturbador individuo! ¡Os lo suplico! ¿Acaso podéis imaginar una tortura peor que el empalamiento, mucho peor que el encierro o la flagelación que ser sometido a escuchar a Santofimio cantando bambucos de su autoría? Aunque, pesándolo bien, más podría ser un placer que una tortura. Es posible que la justicia terrena sea completamente fallida, pero si algo sabe hacer el enemigo es hacer el ridículo para el deleite y alimento de sus detractores (con todo el respeto que la música de la tierra de mis abuelos merece, y por eso mismo, precisamente).

Sí, mis queridos lectores, definitivamente, hay que reírse del enemigo porque “la risa, ella sola ha cavado más túneles útiles que todas las lágrimas de la tierra” (Cortázar en Rayuela, Cap 71). Así pues, bebamos, riamos y a medida que se aleja la sombra del enemigo para perderse en el territorio de los malos bambucos, la sangre y los olvidos, volvamos a las últimas palabras de Adimanto que nos han estado esperando: la injusticia es el mayor de los males que puede albergar en su interior el alma y la justicia el mayor bien (IX-367). Vuelve a mi otro recuerdo ajeno: mi madre y Luis Carlos nerviosos en el aeropuerto de Bogotá después de regresar de Ibagué, porque no llegaban por ellos. Mi madre le dice que tomen un taxi. Está Luis Carlos más calentano que nunca, con guayabera blanca, despeinado, irreconocible. Habla tranquilamente con el taxista y en un semáforo un vendedor ambulante se acerca, les ofrece algo. Mira con atención “¡Ay! Pero cómo se parece usted al doctor Galán”. Galán, Adimanto, Sócrates, mi madre, yo, ustedes, los que me leen: todos en el escenario de las grande y pequeñas ficciones, del tiempo que pasa; y allí, el alma de cada cual, bella ficción donde podemos refugiarnos, bella ficción sabernos siempre guardianes de lo que somos dentro.

8 comentarios:

  1. De acuerdo. Mejor sabernos guardianes de nuestra propia capacidad de reir, de lo que somos dentro.

    Justo ayer termine de leer un famoso libro de Primo Levi. Hago una 'traduccion libre' de la frase original en italiano, porque creo que esta reflexion suya acompana la tuya:

    "Debo confesar que de frente a ciertos rostros no nuevos, a ciertas viejas mentiras, a ciertas figuras en busca de respeto, a ciertas indulgencias, a ciertas convenienzas, pruebo la tentacion del odio, y tambien con una cierta violencia: pero yo no soy un facista, yo creo en la razon y en la discusion como supremos instrumentos de progreso, y por eso al odio antepongo la justicia"

    Primo Levi, "Se questo è un uomo".

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  2. Anoche estaba pensando en Galán y en tu mami... en lo que ha venido sucediendo con este país desde aquel día que no podremos olvidar nunca, mi bella Juli. Gracias por compartir esto con tus lectores.

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  3. Ser justo, ser honesto, ser bueno es una decisión que hay que renovar cotidianamente, sin esperar mas recompensa que el saber que esa es la opción de vida que se escogió y que hay que pelear por mantenerse fiel a ella. Que hermoso texto has escrito- Gracias.

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  4. Siempre me causa curiosidad una idea popular que al bueno siempre le va bien y al malo siempre le va mal; lo cual se ha demostrado muchas veces que no es cierto.

    Por eso me gusta tanto esta frase:¿qué gana el justo siendo justo? Creo que ser justo o creer en la justicia es parecido a amar; uno no espera nada, uno ama porque sí, porque se le da la gana.

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  5. Juliana: ¡entrañables planteamientos! Hay temas que simplemente se imponen a la escritura.

    Sólo algunas preguntas:

    ¿'¿Qué gana el justo siendo justo?' no es ya una pregunta utilitarista? Con la justicia reconocemos lo que por derecho pertenece a los demás (su vida, su dignidad, etc.) y no nos pertenece. ¿Qué utilidad hay en ello? Tal vez ninguna.

    Tampoco estoy muy seguro de que se seamos justos "porque sí", porque se nos dé la gana. Tal vez, porque nos creemos justos (porque no somos tan patenemente malos). Pero amar y ser justo no parece tan fácil de satisfacer como una gana. La justicia parece más bien algo que nunca se alcanza plenamente, algo por lo que hay que esforzarse siempre (precisamente porque no somos justos), suponiendo siempre la injusticia como referente. Y así el amor: Penélope no podía confiar su fidelidad a las "ganas" de volver a ver a Ulises; tenía que tejer y destejer indefinidamente su tela, para mantener su voluntad de amor.

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